El impulso que le impidió acudir a la cita en la fecha fijada desde hacía tantos meses fue el mismo que le empujó a coger ese mismo día aquel tren con destino impreciso con incoherente decisión, apearse en la parada que más sugerente le pareció, y correr. Correr como si el fin del mundo estuviera a la vuelta de la esquina de la siguiente calle. Correr sin pensar en nada más que en la consecución de sus pies, que ya no corrían: volaban. Correr ante la mirada estupefacta e incrédula del mundo, y aterrizar en el suelo estallando en una sonora carcajada. Porque todo daba igual. Porque lo que menos importaba era hacia dónde o hasta cuándo. Porque no necesitaba nada ni a nadie, estaba siendo feliz.
Era feliz, y se dio cuenta a tiempo.
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